Estaba, meses atrás, en la tarea de mudar libros entre Buenos Aires y Pergamino. Comencé extrayéndolos de anaqueles desordenados por el tiempo, como sucede con cualquier biblioteca que haya sido grata en placeres y servicios. De pronto retuve dos libros en cuya cubierta figuraba el nombre de Raúl Alfonsín.
Acuciado, tal vez, por la sombría noticia que se había derramado a media voz sobre su salud, tomé al azar uno de los tomos. Más por presentimiento que por el vago recuerdo de lo que podía encontrar, lo abrí. En letras vigorosas, trazadas con tinta azul, el autor había puesto la dedicatoria que sigue a quien esto escribe: "?con la remota esperanza de que me entienda, con un abrazo". Y la data: 1987, en medio del período presidencial del remitente.
Palabras intencionadas. Innata ocurrencia de un temperamento obstinado. Suficiente constancia, o tenue reprensión, por disentimientos con aquel a quien iban dirigidas: la disputa con Ricardo Balbín por el liderazgo radical, a partir de 1970; la decisión de poner al viejo partido ?el partido de la inmigración y de la clase media argentina? en la Internacional Socialista; visiones diversas sobre las reglas de una economía sana, la reforma constitucional de 1994...
En otra parte del libro, la tinta azul se había extendido en la indicación para el destinatario de que debía leer especialmente las páginas tales y cuales. Conocía el carácter del firmante. Aquellas palabras patentizaban la esencia de un espíritu. El del político sobre cuyas luchas se ha fundado el ciclo democrático de gobierno que se prolonga desde hace 25 años, ahora con malversaciones crecientes de los gobernantes sobre su recto funcionamiento.
Había escuchado el nombre de Raúl Alfonsín, por primera vez, de boca de Haroldo Foulkes, hermano de su madre, Ana, una espléndida mujer. Foulkes estaba casado con María Roldán, luchadora radical durante la dictadura de Perón, la de la primera parte de los años 50. Foulkes había ingresado en La Nacion en 1957. Lo había hecho como cronista de temas generales, después de haber escrito por años, en la revista El Hogar, una sección sobre el mundo del golf, denominada "Hoyo 19".
En las elecciones presidenciales del verano siguiente, Foulkes apostó por el candidato perdedor, Ricardo Balbín. Otro tanto hizo el sobrino, pero con mejor fortuna. Esas elecciones de 1958 lo encumbraron como vicepresidente del bloque de diputados de la Unión Cívica Radical del Pueblo en la Legislatura bonaerense.
En adelante no sería necesario preguntar por Alfonsín y por su carrera, cada vez más visible y empinada. En 1963, con el triunfo de Arturo Illia, sería vicepresidente del bloque de diputados nacionales de la UCRP, bien que a partir de una relación más directa con el presidente del partido, Balbín, que con el nuevo presidente. Por entonces Foulkes se había radicado en Londres. Primero, para trabajar en la BBC, y luego, para asumir la corresponsalía de La Nacion.
La esperanza de lograr comprensión fue una derivación infaltable, explícita, en los compromisos de Alfonsín con la política. Transmitía esa esperanza con verbo vibrante en las tribunas cívicas, en las que descollaría como el más grande orador del último cuarto de siglo. Pudo haberse dicho de él lo que se señaló sobre Aristóbulo del Valle, que poseía los atributos que arrebatan a la juventud: sinceridad en los ideales, desinterés material en la acción, lealtad en el infortunio. También, confianza audaz en el triunfo, a pesar de las derrotas y dificultades que asomaran.
Fue un final a la medida del personaje histórico el de esa despedida del 30 de octubre, en el Luna Park, colmado por el gentío juvenil que debió contentarse con la proyección de un discurso grabado por Alfonsín dos días antes. El cuerpo vencido no permitía a esas alturas sino que lo sentaran al lado del lecho, en una silla especial, desde la que iba a pronunciar la arenga última, la más emotiva, y con la invocación, por enésima vez, a una política nacional de diálogo.
Era la de Alfonsín una esperanza igualmente infundida a la palabra escrita. Hacía llegar sus artículos a múltiples hojas partidarias, e incluso, a hojas abiertas por núcleos doctrinarios más heterogéneos que los de una bandería. A ellos se acercaba por la voluntad de extender la influencia de sus propuestas por encima de los cánones de la agrupación en que militó desde la adolescencia. Había ingresado en la UCR, de Chascomús, por las puertas de la "Intransigencia" que inspiraban, por oposición al núcleo heredero del alvearismo, Balbín, Frondizi, Lebensohn.
La muerte no mejora a nadie, pero nada impide que los ojos de otros hombres embellezcan, al apagarse una existencia, los rasgos cautivantes que hubieran sobresalido en aquel que se aparta definitivamente, irremediablemente, de la comedia humana que se renueva a diario. Aquella esperanza permanente de Alfonsín por atraer el asentimiento ajeno hacia las propias convicciones se resumió en el verbo que, por reiterado en tribunas y escritos, terminó identificándole ante la opinión pública. "Persuadir."
En situaciones generales en que el grado de impostura política alarma y sobran hombres-veletas dispuestos a prestarse hoy a denostar lo que predicaron hasta ayer nomás, la vida de Alfonsín impresiona, en cambio, por la autenticidad. Por la dignidad con la cual defendió ideas, por el coraje con el que actuó, aun a riesgo de una muerte anticipada y violenta. En la década de los 70, debió apelar a sucesivos refugios temporarios para salir ?primero por la Triple A, luego por la facción militar más dura? de la línea de fuego irracional del terrorismo de Estado.
Encolerizaba a algunos que durante la represión del otro terrorismo, el de las bandas subversivas, se hubiera movilizado, como abogado y político, en defensa de los derechos de quienes pedían protección. Prestó ese concurso de manera resuelta, mientras el fanatismo de los detractores se expresaba con encono en periódicos subalternos, subvencionados no pocas veces por organismos del Estado.
Olvidaban que bajo la influencia de Alfonsín una franja sustancial de la juventud universitaria había sido sustraída de la violencia protagonizada por quienes soñaban, a punta de pistola, con el delirio de lo imposible. Frente a la juventud que mataba y moría, aquélla fue la gran contribución a la sociedad argentina de Alfonsín y la muchachada que lo seguía en las casas de estudios. Al comienzo, desde Franja Morada, integrada por radicales, socialistas, anarquistas; luego, desde la Junta Coordinadora, decididamente radical.
Es parte de otra historia y de otros desencuentros que esa misma juventud, al madurar más tarde con deficiencias, ya en el ejercicio de cargos jerárquicos en la UCR, ya en funciones de gobierno, hubiera echado leña al fuego en que se ha consumido no poco de la identidad y la gravitación centenarias de ese partido. ¿Hay aún tiempo para salvar al que ha sido, con alas desplegadas a izquierda y derecha del eje central, uno de los grandes agrupamientos democráticos de la Argentina? Sólo el porvenir podrá decir con qué resultado se han hecho las gestiones todavía en marcha para lograr, con la participación de dispersos fragmentos radicales, la reconstrucción de lo que ha dejado un vacío inocultable en la política.
Raúl Alfonsín fue un hombre de empecinamientos, de errores de concepto arduos de explicar, pero que provenían, como en todo aquello en que acertó, de un innegable fondo de principios ennoblecidos por la decencia con la que se aplicaba a la política práctica. Disponía, según la nomenclatura posmoderna de la política, de una veta progresista, algo confusa y de viejo cuño, renuente a complacerse en modalidades autoritarias de gobierno. Sabía, por eso, lo que otros ignoran en el difuso campo del progresismo: la democracia argentina se queda vacía de contenido sin el acatamiento de los preceptos republicanos de la Constitución de 1853/60.
Las discusiones con Alfonsín eran asunto más sencillo de resolverse a la distancia que en la confrontación personal. El interlocutor desprevenido podía convertirse en rehén del tratamiento invariablemente respetuoso, de la cortesía y la amabilidad seductoras que dispensaba con naturalidad.
Conseguía de ese modo atenuar diferencias y, ni qué decir, ridiculizar la inferioridad del hosco desdén. Además, Alfonsín disponía, aun en capítulos menores de la vida, del don del agradecimiento, rara virtud en la esfera de debate de los asuntos públicos. Su amenguada presencia, por mezquindad o lo que fuera, debería invitar a un examen introspectivo a muchos de los que lo enfrentaron dentro y fuera del Partido Radical.
Desde que había dejado la Casa Rosada, en 1989, nunca dejé de decirle "presidente". Así lo hice cuando llamé a su teléfono, a mediados de año, para interesarme "por el pequeño problema" con el que estaba lidiando. Quedé sin dudas sobre su estado real a raíz de la emotividad con la que se despidió antes de que cortáramos.
El jueves 18 de septiembre lo visitamos con Rita, mi mujer, en la prolongación de su hogar, que era la oficina del quinto piso del edificio de la avenida Santa Fe en el que vivía. Hablamos de María Lorenza, su mujer, que tampoco se encontraba bien de salud. Hablamos sobre el vicepresidente Julio Cobos y de la significación institucional, que Alfonsín valoraba, de su famoso voto en el Senado, pero también de la necesidad, observó con disimulada picardía, de que "en estas cosas" obre el tiempo. "Porque no vaya a ser que Cobos vuelva ya mismo en plenitud al partido y se nos endilgue que cogobernamos".
Hablamos los tres, sin abordar lo que estaba implícito en la visita. Evocamos comunes afectos, amigos, gentes de Pergamino, la de esos pagos que en secreto lo acogieron, en medio del otro drama ?el de hace 30 años?, porque eso era lo que había que hacer, así de simple. Mencioné nuestra última conversación telefónica. "Al fin de cuentas ?resumí, como pude?,
mucho más importante que no haberlo entendido a veces, es haberlo querido, Presidente.""Claro que sí ?contestó?; así ha sido."
Dijimos que era hora de irnos, que era innecesario que se levantara del sillón. Que no debía incomodarse más de lo que lo había hecho. Asintió. Percibí la triste sonrisa de quien contiene dolores. Se abrazó con Rita.
Inclinándome, extendí el brazo hacia la mano recíproca que, más que alargarse, me atrajo con empeño. Logró que las cabezas chocaran. Quedaron juntas por el instante que aún perdura.
José Claudio Escribano
LA NACION